Cuentos: el país de las lindas postales, un cuento de Maria Eugenia Escobar
Escobar, Maria Eugenia.
CUENTOS: EL PAIS DE LAS LINDAS POSTALES, UN CUENTO DE MARIA EUGENIA ESCOBAR
Presentamos a continuación uno de los cuentos ganadores del concurso "A 30 AÑOS...AÚN CREEMOS EN LOS SUEÑOS", organizado por Letras de Chile, El Salón del Libro de Gijón, y Le Monde Diplomatique.
Esta publicación es en homenaje a su autora, María Eugenia Escobar, fallecida recientemente en Santiago.
Letras de Chile lamenta profundamente tan sensible pérdida, y acompaña en su dolor a los amigos y familiares de tan destacada investigadora, crítica y escritora.
El país de las lindas postales
cuento de María Eugenia Escobar
Una voz monótona interrumpió mi somnolencia y dijo que debíamos ajustar nuestros cinturones, ya que en unos quince minutos más aterrizaríamos en Santiago, agregando con idéntica vocecilla que la temperatura exterior era de cuarenta grados bajo cero, pero que en Santiago nos esperaban treinta grados de calor. Abrí los ojos y no ví nada, todo era gris, el avión se agitaba y yo, instintivamente, me aferré a los brazos del asiento, mientras me preguntaba si afuera, en ese frío, estaría la temible cordillera de los Andes, donde una vez se había caído un avión uruguayo, y habían sobrevivido su buen lote de pasajeros, claro que me acordaba perfectamente de la película, la había visto cuando tenía menos de quince, y siempre, cuando se me hablaba del regreso, recordaba a esos jóvenes, un poco mayores que yo en aquella época, y me prometía a mí mismo que si algún día me veía obligado a volver, lo haría por tierra, aunque tuviera que cruzar medio mundo. Pero, las cosas se olvidan y la película pasó a un rincón lejano de recuerdos, hasta que ahora, luego de más de veinte horas de vuelo, la recordaba nuevamente. Repentinamente, una fuerte luz reemplazó al gris exterior, ya pasamos las nubes, dijo mi vecino de asiento, allá, allá abajo, mire, ya se ve Santiago. Ví unos cerros pelados color café claro y unas construcciones bajas. Santiago.
Salí sin problemas de policía internacional, me pareció ver una sonrisa irónica en el rostro del policía que timbró mi pasaporte, pero tal vez era mi pura imaginación, no sabía ni me importaba tampoco. En dos maletas livianas llevaba mi ropa de invierno, un par de poleras de marca y el resto eran cajetillas de cigarros americanos, encendedores, unos perfumes de mujer, otros de hombre, y un montón de leseras que había comprado a última hora y que había traído de regalo para amigos de mi padre.
Un montón de gente se trataba de hacer lugar para ver aparecer a algún familiar, así es que dije de inmediato que si al primer taxista que se ofreció para llevarme al centro. Salimos del aeropuerto a gran velocidad, o al menos eso me pareció, ví automóviles que sólo en el cine había visto, buses que despedían un humo gris y maloliente, mientras desde el espejo retrovisor del taxi colgaban un crucifijo, un CD y un zapato de niño, los que se movían al compás de los movimientos zigzagueantes que nos cambiaban de pista a pista sin ni siquiera señalizar.
Ví que el taxista me miraba con curiosidad, y él, al darse cuenta que también estaba siendo observado, me preguntó que de dónde yo era, a lo que le respondí con otra pregunta, que por qué me preguntaba eso, y él, con absoluta calma me dijo que se me notaba que yo era extranjero, a lo cual le respondí que no, que naturalmente era chileno, y él, como evitando entrar en discusiones, se había quedado en silencio y encendido la radio. Le pedí permiso para fumar un cigarrillo, a lo que me respondió que sí, que fume no más caballero, claro que las cenizas me las echa para afuera por favor. Meneando la cabeza se rió un poco y yo no supe por qué.
Lo encontré gesticulando y hablando en voz muy alta. Alrededor suyo, un grupo lo miraba entre sonriente y desconcertado, y entonces, decía él, mi esposa y yo decidimos que nos daríamos el lujo de pasar una nueva luna de miel, pero ella, digo mi esposa, nunca había tomado un avión y decía que sí, que le encantaría viajar a Buenos Aires, pero que el cruce de la cordillera, no, era mejor escoger un lugar aquí en Chile, un lindo hotelito en el sur podría ser, le había dicho, o tal vez irnos a tomar unos buenos baños termales, porque eso de pasar sobre la cordillera, no, no podría, y gesticulaba él recordando, mientras los ojillos azules de los otros lo miraban hablar, lo miraban manotear, pero él que no, sacudiendo la cabeza, que iríamos a la Argentina igual le había dicho él, que yo le tomaría la mano, así, y tomando la mano blanquecina de una anciana, así pasaríamos la cordillera, tomaditos de la mano como dos enamorados, y que yo la abrazaría le había prometido, así, y la viejecilla que ya a estas alturas sólo quería irse, no participar más de este show matinal, mientras él continuaba manteniéndola abrazada como un oso pardo, y claro que sí, le explicaba a su atento público, claro que viajamos, y vinieron unas turbulencias atroces, que hasta yo me asusté un poco, y sentía que mis manos traspiraban, pero me hacía el leso y hacía como que era a ella a quien le sudaban las palmas, y de repente, entre los gritos y llantos de algunos pasajeros, una azafata pasó y ella, piensen ustedes, mi esposa, ella que nunca bebía una gota de alcohol, había dicho con voz clarita que por favor nos trajeran champaña, que si iba a morirse en un avión, quería hacerlo con un vaso de champaña en la mano, y piensen ustedes que en medio de la trifulca la azafata volvió con dos botellitas chiquitas, así, de este porte, mostraba, y dos vasitos de plástico y plaf, plaf, gritaba mientras soltaba a la viejecilla, y metiéndose un dedo en la boca hacía el ruido como de una botella que se destapa, plaf, plaf, salud, salud, y los ojillos azules repitiendo casi a coro, salud, salud riendo como niños.
Y dándose una rápida media vuelta, como si me hubiera visto desde un comienzo, me guiñó un ojo, hizo un gesto con un dedo en la sien y riendo todavía me dijo algo así como que todos esos viejos estaban chalados, mira que escucharlo a él, hablándoles en español, contándoles historias, pero, en fin, peor es hablarle a las paredes, y qué bueno verte hijo, ¿sabes? Estaba acordándome de tu madre, de cuando ella y yo nos fuimos a pasar una semanita a Buenos Aires, tú te quedaste con tu madrina, celebramos nuestros diez años de casados, lo pasamos regio, pese a que ella le tenía terror a los aviones, quién lo diría, y quién se creería de lo que fue capaz de hacer después, y solita, sí, era valiente tu madre, dijo mientras se afirmaba en mi brazo para regresar a su habitación.
Cuando abrí la puerta, ví que no estaba en el salón. Unos ojillos celestes que miraban hacia cualquier lugar, repentinamente se concentraron en mí, sólo por unos brevísimos instantes, para volver luego a su vacuidad. Una casi imperceptible mirada de desilusión en sus miradas lejanas, opacas nuevamente. El exiguo brillo de esperanza había desaparecido como un soplo, nuevamente seguirían esperando, allí, en el salón, hasta que un día, tal vez, la visita, la puerta que se abriera fuera para ellos.
Llegué a su habitación. Estaba vestido con su terno azul, el que usaba para las grandes ocasiones, el mismo que le había pedido a mi madre que le llevara para ponerse, para viajar había dicho, no voy a llegar a un país extraño como un derrotado le había subrayado cuando ella lo había visitado allí por última vez, llevándome de la mano, pensando en mostrarle mi nuevo uniforme que él ni siquiera miró, y además tráeme la foto matrimonial y la del niño andando en bicicleta, así no me sentiré tan solo, recuerdo que había dicho mientras gesticulaba con ambas manos, apretando un lugar incierto que seguramente correspondía al corazón. Y con ese mismo terno y mirando su foto matrimonial estaba ahora, mi foto no se veía por ninguna parte. Este viejo en el fondo siempre será un romántico, pensé mientras unos curiosos movimientos en su espalda me detuvieron a la entrada, no cabía duda, estaba llorando, entonces un curioso pudor al ver a este hombre tan grande, con esas enormes manotas, ahí, quebrado, llorando, mientras yo sentía lo patético de la situación, al mismo tiempo que me daban unas ganas tremendas de decirle, y ahora, ¿te acuerdas cuando me decías que los hombres valientes no lloran? O más tarde tu frase favorita, esa de que no llores como mujer lo que no supiste defender como hombre, pero no, no era el momento para esos recuerdos, ahora que lo veía en esa inmensa soledad concentrada en una pequeña habitación sin más adorno que una ampolleta en el techo y una jardinera sin plantas frente a la ventana.
Y como casi siempre sucedía, se dio media vuelta abruptamente y me miró sonriente, pese a la nariz roja de tanto sonarse y de las pestañas aún húmedas, y me dijo algo así como que putas, parece que me estoy volviendo un viejo chocho, mira que andar lloriqueando por nada, mientras yo por mi parte recuerdo que no hice ningún comentario y que me limité a ofrecerle un cigarrillo, y él mirando para todos lados, como un niño antes de realizar una travesura, aceptándolo y diciendo que no se me fuera a olvidar de dejarle algunos, ya que ¿sabes? me dijo, estos huevotes no me dejan ya ni siquiera fumar, primero me quitaron mi lamparita, con lo preciosa que era, dijeron que yo había tratado de secar un pañuelo en la ampolleta, que podía provocar un incendio, imagínate, qué cosa tan absurda, pero ni caso, desapareció la lamparita, a mí, dejarme sin lámpara, con lo que me gusta leer, y mira ahí, mi jardinera, vacía, sin una planta, como si yoŠ pero ahí quedó en silencio, como si buscara una excusa, una frase que lo salvara. Disimuladamente dio vuelta la fotografía, y volvió a sonreír, a contarme historias de otros, algunas repetidas, otras con algunas variaciones; en esta oportunidad me repitió un par de veces la historia del peruano, al que nadie visitaba, nadie, repetía, nadie había ido de visita, y abriendo bien la boca lentamente concluía que nunca, nunca nadie, que él, es decir, el peruano era un mentiroso ya que pasaba inventando que su mujer, sus hijos e incluso sus nietos habían estado allí, en el salón, y que le habían traído una botella de pisco, de auténtico pisco peruano, no de esas cochinadas que nosotros, los chilenos, frescamente nos tratábamos de apropiar, pero que él, decía, sabía que el peruano estaba mintiendo y que ese cuento del pisco era sólo un pretexto para comenzar con una discusión, pero que él no, que él no era ningún viejo chalado y que se daba cuenta perfectamente que el pobre peruano, cuando cerraba la puerta de su habitación lloraba, y lloraba seguro por sus ausentes, por el rico y luminoso pisco peruano, así es que él lo perdonaba y se hacía como que creía sus historias, al final, concluía, eran los dos únicos latinos que vivían allí, y que siempre era bueno conversar de verdad.
Supongo que lo entendí de inmediato, pero igual pagué con calma al taxista, me guardé el vuelto en la billetera y recién entonces me enfrenté a las dos figuras que con toda seguridad me estaban esperando. Lo supe desde el momento en que me iba subiendo al tren que me llevaría a Copenhague, cuando algo me dijo no viajes, visita en cambio a tu padre, que te está esperando y así, medio como contando un chiste dije a mis dos amigos que no, que se me había olvidado algo muy importante, que era algo que no podía esperar, y luego, recuerdo que casi corriendo di la dirección a un taxista que se negaba a subir la velocidad a más de cincuenta, usted sabe joven, es por la nieve, si de repente tengo que frenar, ¿adónde podríamos ir a parar? Y yo aguantando unas enormes ganas de fumar, hasta llegar a ese enorme edificio gris donde los dos funcionarios me estaban esperando. Llegué demasiado tarde, no hay caso. Y así efectivamente fue. Mi padre había fallecido a las seis de la tarde, recién, pensé, justo cuando yo me iba a subir al tren. Y murió solito, dijo el enfermero, lo último que le escuché fue su nombre, porque usted se llama igual que su padre, ¿verdad?
Alguien lo había vestido con su terno azul, igual llegaste, igual te vas, pensé mientras sacudía mi abrigo de algunas partículas de nieve, y recordaba que en una de mis últimas visitas me había hecho prometer que cuando muriera no permitiera que lo enterraran allá, que lo llevara de regreso, y que menos aún permitiera que le hicieran una misa, ya que eso estuvo bien para tu madre, que en el fondo siempre fue católica, pero que él genio y figura hasta la sepultura, había reído mientras yo lo miraba atentamente y no lograba entender que era lo que realmente le estaba pasando, parecía tan cuerdo, pero instantes después recordaba a sus padres y me preguntaba que cuándo vendrían a buscarlo, que se enojarían con él si no regresaba temprano a casa, que ni siquiera había hecho sus tareas para la escuela, y que la señorita era muy exigente, y yo, luego de decirle que no tenía para cuando morirse, que la mala yerba nunca muere, le decía riendo, y bueno, que sí, que lo llevaría en una cajita que depositaría en los altos del cerro Ñielol, y él, háblame del sur hijo, de los volcanes, y yo contándole lo que me acordaba, de volcanes y de lagos del sur, se los numeraba, y como con una canción de cuna se iba quedando dormido, mientras yo repetía, el Osorno, El Calbuco, el Tronador, el Osorno, el Calbuco, el Tronador...
Pero, esta vez no había llegado a tiempo. Tampoco recordé mis promesas, ya que mientras yo repetía mentalmente los nombres de volcanes, el cuerpo de mi padre era retirado para ser llevado a una capilla, hay que aprovechar que la mayoría de los ancianos a esta hora está viendo la teleserie, me dijo el enfermero, porque siempre se asustan mucho cuando saben que alguno ha fallecido, y ya hemos avisado al cura para que le haga una misa mañana, añadió, y usted no se preocupe, su padre será dignamente sepultado en el cementerio general. Ah, se me olvidaba, recuerde que debe pasar por la oficina de la recepción, ahí le entregarán las llaves del departamento en que su padre vivía en el centro, tiene dos semanas para retirar desde allí lo que desee, agregó. No recuerdo nada más de esa conversación. Había anochecido y seguía nevando. Un par de días más tarde mientras mi padre estaba siendo enterrado, recién entonces, mientras me sacaba el gorro y lo sacudía de la nieve, había recordado la promesa de llevarlo de regreso a sus tierras en el sur de Chile, para depositarlo entre araucarias milenarias, donde una persistente lluvia lo lavaría y limpiaría hasta que finalmente la tierra lo acogiera para descansar de tan largo viaje.
No sé por qué toqué el timbre, sabiendo muy bien que en el departamento no habría nadie para recibirme, pero la verdad es que esto de ir y decidir sobre las pertenencias de mi padre se me hacía una tarea no sólo ingrata sino también engorrosa, ya que uno siempre tiene un cierto pudor frente a las privacidades de cada quien, o por lo menos así reflexionaba en esos momentos, en que sin problemas pude abrir la puerta y entrar a lo que hasta hacía poco tiempo atrás habían sido los dominios de mi padre; de inmediato sentí ese curioso olor a mezcla de cigarrillo, a falta de ventilación, como a rancio, el olor de los viejos, pensé. Dejé la puerta entreabierta por si alguien acudía a ayudarme, pensé en mi madre, que jamás se habría ido a ninguna parte ni dejando ceniceros con colillas ni camas sin hacer, sí, el olor era a persona sola, que no recibe visitas ni tampoco las espera más, así es que me dispuse en primer lugar a airear un poco el ambiente. Ví el pequeño balcón, que daba justo como para tener una mesita, un par de sillas y las macetas de plantas que habían sido su orgullo, y me parecía estar viéndolo, como las cuidaba, como les hablaba, como cada cierto tiempo les daba vitaminas, pero no, lo que ví fueron tallos y troncos secos, sin una hoja, sin una flor, y fue entonces cuando recordé lo que el conserje una vez me había contado, que mi padre le había dicho que no sabía qué hacer, que algo raro le había pasado, que estaba asustado, y que él, el conserje, le había preguntado que qué cosa tan horrible había sucedido, y que mi padre, despacito, le había confesado que sin querer había matado a todas sus plantas, que un día se había levantado, temprano como de costumbre, había puesto a hervir agua para tomarse su café en el balcón, y que en vez de echarle agua a la taza había tirado el agua hirviendo a las plantas, y es que ¿sabe joven? Su padre está un poquito malo de la cabeza y él, que qué se habrá imaginado este gringo tonto y borracho, mi padre está perfectamente bien, que qué está usted tratando de decir, pese a que él sí había notado algo nuevo en la mirada de su padre, como de un raro temor, y una cierta lentitud en su hablar, como si le costara armar una frase completa, o como si temiera equivocarse, pero él, seguía sin querer saber, hasta que un día el conserje, vaya a saber uno cómo, había averiguado su teléfono y le había dicho, así, sin ningún recoveco, que a su padre lo habían tenido que llevar a la casa de reposo mas cercana, que incluso la policía había llegado, que su padre había comenzado a lanzar cosas por la ventana, y no crea joven que eran cualquier cosa, sino que era comida, sí, tal como me escucha, hacía como una semana que andaba repitiendo que era el colmo que su vecino del segundo piso dejara a su perro solo en el balcón, solamente con un pocillo de agua, que como es posible, que a los animales no se les trata así, y que por más que él le explicara que el animal no pasaba ni hambre ni frío, él seguía insistiendo en lo mismo y que finalmente ayer, y perdone, pero no logré contactarme con usted ayer, ayer como le decía, le tiró una sopa al perro, menos mal que fría, y luego un arroz, y parece que cuando se le terminó lo que tenía en las ollas le lanzó sobres de puré, gelatinas y que sé yo, el pobre perro aterrorizado ladrando hasta que otro vecino del segundo me alertó y yo fui a ver de qué se trataba y su padre se enojó mucho, dijo algo que no entendí, pero se notaba que eran palabras feas y violentas, así es que decidí llamar a la policía, la que llegó ligerito, usted sabe lo efectivos que son, le pidieron a su padre la cédula de identidad, le vieron la fecha de nacimiento y un policía hasta me retó porque yo no había notificado que un hombre de esa edad estaba todavía viviendo allí, que hacía tiempo que debería estar en una casa de reposo, que si yo no me había dado cuenta que el señor estaba senil, y yo , yo pensando que mi padre no, él no puede estar senil, pero yo me habría dado cuenta, si yo estuve hace poco tiempo con él, él no estaba solo, tenía su hijo, yo, pero sabiendo mientras lo decía que hacía ya mucho que no venía, tal vez desde el verano pasado, cuando tomamos café en este balcón, y él muy preocupado me había contado lo que le había pasado con sus amadas plantas, pero yo no había querido escuchar, no había querido ver, o lo peor de todo era que a lo mejor ni siquiera me importaba mucho, si al final fue él solito el que no regresó, fue él solito el que dejó de hablar de esa enorme y hermosa cordillera, de ese río que cruza Santiago, de esas comidas bien condimentadas, de esas sandías que eran más grandes que un zapallo nórdico, de esas mujeres que siguen a sus maridos ya que contigo pan y cebolla, pero con las que también hay que tener siempre el sartén por el mango y que si se ponen demasiado chúcaras hay que darles duro, porque así duran más, todos esos términos, esas expresiones que me paraban los pelos de punta y que me daba vergüenza repetir frente a mis amigos de acá, intentar explicarles que ese hombre no era malo, que había luchado por un mundo mejor, por un hombre nuevo, por una sociedad mas justa, pero no podía explicar lo inexplicable y ya me bastaba de vergüenzas cuando traía a mis amiguitos y ellos ariscaban la nariz por el olor a ajo y a fritanga que despedía nuestra cocina y que llegaba hasta el ascensor o cuando mi madre, siempre tan altiva y arrogante, parecía achicarse hasta de tamaño cuando debía asistir a las reuniones de padres y apoderados y debía llevarme a mí a su lado, y preguntándome, que díme hijo, que está diciendo la profesora, que está diciendo ese otro señor, díme por favor que no entiendo, y yo, de traductor de mi madre, tan pequeñita y arrogante, de repente tan débil y vulnerable, y piensa tú, claro que sí, ella le creyó el cuento hasta el final, que regresaríamos a la Patria, que para qué esto de aprender este maldito idioma, si ya pronto volveríamos a Chile, mientras mi padre repetía y repetía que dejaría siempre esa maleta ahí a la entrada, para que en cuanto le dieran órdenes o apareciera en las listas, de inmediato regresaban todos a ese país, el de las bellas postales, pero que en cuyo reverso podían leerse diferentes atrocidades, que un amigo había desaparecido, que otro estaba preso, algún familiar diciendo que con tanta cesantía no les alcanzaba la plata, que si por favor podrían mandar algo, pero que él, mientras se hacía como que estaba escribiendo sus tareas, de sólo pensar en retornar a ese país, al de las bellas postales, le daba simplemente horror. Dibujaba entonces, una cordillera nevada y un río caudaloso.
Decidió que todos los muebles se los donaría al Ejército de Salvación, luego vería la ropa de su padre, en qué estado se encontrarían, para donarlas también. Abrió el closet y lo primero que vió fue la maleta. ¿en qué momento desapareció la maleta de la entrada y fue colocada en el closet? No lo recordaba. Decidió abrirla otro día, ver si contenía algo interesante. Caso contrario, sería donada también.
Regresó un par de días después. Fue directo al closet a examinar la maleta, como si en ella se escondiera algo importante, algo secreto, algo que había olvidado, así es que rápidamente la abrió y se encontró con un montón de sobres grandes catalogados temáticamente, unos decían "postales de Chile", otros "mi familia de Chile", más abajo estaba otro, " mi mujer y mi hijo", "vacaciones en España", "cuentas de luz", "cuentas de arriendo" y otras carentes para mí de toda importancia. Comencé a botar antiguas cuentas de pagos y pensé en guardar mis recuerdos de familia, saqué todos los sobres, cerré nuevamente la maleta y la llevé a la entrada y no sé si fue ahí, teniendo yo esta vez la maleta en la mano, cuando recordé una situación tan lejana que casi no podía saber si efectivamente había sucedido de verdad o yo me estaba imaginando todo, pero no, claro que había pasado, y ahí estaban los amigos de mi padre y él, gesticulando y hablando en voz muy alta decía y repetía, yo lo único que espero es que se me de una orden para regresar, por eso, mírenla, y apuntando hacia la maleta, por eso la tengo ahí, a la entrada, para que en cuanto se me diga, ahí estaré, listo para la partida, mientras sus amigos asentían, que sí, que ellos también estaban dispuestos, pero al parecer habría que esperar, que tómalo con calma hombre, pero él insistiendo, que espérense no más , ya verán, y los otros, bueno, bueno, al final molestos de tanta perorata, ya se verá, ya se verá.
Y ahora, él solo, en esa misma habitación, recordando difusamente a esos amigos, a Carlos, que creo que reside en España; a Hugo, ya calvo y de bigote gris, llevando a diferentes gringas del brazo por el centro de la ciudad, como quien sostiene trofeos de guerra, dicen que le dieron una jubilación; a Jorge tomando aguardiente en las escaleras que conducen a la estación central, acompañado de otros gringos borrachos a los que responde invariablemente que sí, con una mirada ausente y lejana, que sólo me reconoce para pedir en voz baja, oye tú, amigo, dáme unos pesitos, que ya se me terminó el contante.
Tocaron el timbre, eran los del Ejército de Salvación, los que muy limpiecitos y caballeritos, comenzaron por darme el pésame, para luego sin mayores remilgos, comenzar a cargar y llevar todo lo que alguna vez había sido nuestro hogar por más de veinte años. Ví como todo iba desapareciendo de mi vista y disimulando una curiosa emoción, sacudí la maleta, guardé en una bolsa los sobres con las fotos familiares y con voz segura dije a los cargadores que también podían llevarse la maleta, que tal vez a alguien podría aún servirle. Cerré por última vez la puerta del departamento y fue entonces, en que no sé por qué, decidí que debía viajar a reconocer y reencontrarme con el país de las lindas postales.
Infructuosamente busqué el bar Il Bosco y el Negro Bueno, donde todos se juntaban, decía mi padre, uno estaba convertido en una tienda donde se vendían telas y cortinas, el otro difícil saberlo, simplemente no logré dar con él. De las peñas folclóricas donde todos iban a escuchar y a cantar preferí no seguir preguntando, me decidí no mencionarlas más luego que una pareja de jóvenes me había preguntado con asombro que qué quería saber, peñas no, no sabían lo que eran, así es que para reconfortarme decidí dar un paseo por la Plaza de Armas, recuerdo clarísimo de mi infancia, cuando mi madre me llevaba de la mano los domingos para escuchar al orfeón de carabineros, mientras yo invariablemente me tomaba un helado, sentado bajo sus árboles milenarios, pero me costó reconocerla, pelada, con pocos árboles y muchísimo asfalto, pero sí podía ser, sí que era, algo quedaba, pese a que el olor de la harina tostada de los pasajes cercanos también había desaparecido, así es que opté por no intentar buscar en la guía telefónica ni a parientes lejanos ni a antiguas amistades, y viajé al sur, caminé a pie por el cerro Ñielol, me bañé en el lago Villarica, conté los volcanes y subí a uno de ellos acompañado de turistas suecos, Pucón me pareció una hermosa ciudad suiza y regresé a Santiago pensando en que esta Patria, esta Madre, se había transformado en una anciana olvidadiza y lejana, lejana y olvidadiza como los recuerdos de mi padre en su maleta, pero a la que me ligaban pequeños gestos, colores y olores de los que ya no podría desprenderme.
En el aeropuerto de Barajas me cambié de ropa. Guardé polera, sandalias y pantalón de lino. En mi bolso, el que se mantuvo intacto en Chile, estaban mis calcetas gruesas, mis bototos, mi pantalón de cotelé y mi chomba nórdica tejida a mano. Con el atuendo de este nuevo personaje subí nuevamente al avión, pedí un whisky doble, me coloqué los audífonos y logré escuchar la primera parte de un concierto, Per Gynt parece que era, luego dormí y soñé algo que no recuerdo.
Una voz monótona interrumpió mi somnolencia, dijo que debíamos ajustar nuestros cinturones, ya que en unos quince minutos más tarde aterrizaríamos en Oslo, agregando con idéntica vocecilla que la temperatura exterior era de cuarenta grados bajo cero, pero que en Oslo no nos esperaban más de veinte grados bajo cero. Abrí los ojos y no ví nada, todo era gris, el avión se agitaba y yo, instintivamente, me aferré a los brazos del asiento, mientras me preguntaba si habría alguna diferencia entre los cuarenta y los veinte grados bajo cero. Repentinamente, una fuerte luz reemplazó al gris exterior, ya pasamos la tormenta de nieve, dijo mi vecino de asiento, allá, allá abajo, mire, ya se ve el fiordo de Oslo. Vi unas islas peladas y blancuzcas rodeadas de un mar gris acero. Oslo.
Salí sin problemas de policía internacional, me pareció ver una sonrisa irónica en el rostro del policía que timbró mi pasaporte, pero tal vez era mi pura imaginación, no sabía ni me importaba tampoco. En dos maletas livianas llevaba ropa comprada en Chile, una botella de Pisco Capel con un sol rojo en su etiqueta, expresamente traída para Jorge a quien seguramente encontraría cerca de la estación, una botella de vino añejo para la vecina que cuidaría mis macetas con esas plantas que me daban tanta alegría y que se habían convertido en mi pequeña familia; el resto eran chanchitos para la buena suerte comprados en el mercado de Chillán, unas guitarreras de Quinchamalí, unos ceniceros de Pomaire y un juego de ajedrez con piezas de lapislázuli.
Un montón de gente se trataba de hacer lugar para ver aparecer a algún familiar, así es que me dirigí directo a la parada de taxis. No tuve que esperar más de un par de minutos. El taxista, silencioso, recogió mis maletas, se sacó la gorra de su uniforme y me saludó cortésmente, god dag, me dijo, god dag , respondí yo mientras me acomodaba a su lado. Me miró con curiosidad y sonriendo me preguntó que de dónde yo era, a lo que le respondí con otra pregunta, que por qué preguntaba eso, y él, con absoluta calma, me dijo que se me notaba que era extranjero, a lo cual le respondí que no, que yo era tan nórdico como él, y él, como para evitar discusiones, dio por terminada la conversación, luego de notificarme que no excedería los cincuenta kilómetros de velocidad, es por la nieve, usted sabe, ¿verdad?
Algunos antecedentes de María Eugenia Escobar
María Eugenia Escobar Trabajó como académica tanto en Noruega como en Chile. Fue investigadora en literatura, crítica cultural, especializándose en memoria histórica, identidad y género.
Dirigió varias revistas culturales, hizo talleres literarios y eventos multimediáticos.
Además, realizó videos, en los géneros documental y ficcional.
Sus cuentos, escritos originalmente en español, fueron traducidos a los idiomas noruego y alemán.
Desde el año 2000 dirigía, junto a otras escritoras, el Colectivo de Arte la Ventana Indiscreta, realizando encuentros literarios, talleres y videos de registro literario-histórico
En su Curriculum destaca:
- Doctora en Literatura, Univ. de Chile, Santiago, 1999
-Grado de Cand. Philol, Univ. de Oslo, Noruega, 1985
-Grado de Licenciada en Letras, Univ. De Concepción, 1978.
-Título de profesor de Estado en español, Univ. de Concepción, 1976
Santiago de Chile. 26 de septiembre de 2003