BICENTENARIO NACIMIENTO: EDGAR ALLAN POE

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Poesía (en inglés)

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Poesía francesa

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Poesía mexicana del siglo XX

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Reseñas bibliográficas

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Sesenta ensayos sobre escritoras hispanoamericanas

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Sitio sobre poesía concreta, caligramas, etc

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Taller literario del Hijo del cuervo

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Textos sobre la Conquista de América

http://www.uni-mainz.de/~lustig/texte/antologia/antologi.htm

The Internet poetry archive

http://sunsite.unc.edu/dykki/poetry/home.html

Vicente Duque, novelas ilustradas en línea

http://www.epm.net.co/coloria

Voice of the Shuttle

http://humanitas.ucsb.edu/

  • anton chejov, gran cuentista ruso

    Anton Chéjov


    El talento

    El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

    Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

    Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

    La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

    La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

    Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

    Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

    -No puedo casarme.

    -¿Pero por qué? -suspira ella.

    -Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.

    -¿Y no lo sería usted conmigo?

    -No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.

    -¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!

    -¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?

    Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.

    -¡Yo debía irme al extranjero! -dice.

    Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...

    -¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.

    -¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

    En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

    -¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

    El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.

    Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.

    -¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

    Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

    -Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.

    Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

    -¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cómo te va, muchacho?

    Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

    -Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

    -Sí, he pintado algo... ¿y tú?

    Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.

    -Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.

    En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

    Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

    -Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

    No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

    Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.

    -¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.

    Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.

    A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.

    Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...

    -¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?

    -¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.

    Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

    Novela Chilena Comtenporánea; José Donoso y Damiela Eltit

    Presentación del libro de Leonidas Morales: Novela Chilena Contemporánea. José Donoso y Damiela Eltit

    Índice del libro


    Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2004

    INTRODUCCIÓN
    I. TEORÍA Y CONSTRUCCIÓN CRÍTICA
    1. Sujeto y narrador en la novela chilena contemporánea
    II. JOSÉ DONOSO
    1. La mirada del testigo
    2.. Máscara y enunciación
    III. DIAMELA ELTIT
    1. La narrativa de Diamela Eltit y Los trabajadores de la muerte y la narrativa de Diamela Eltit
    2. El ensayo como estrategia narrativa
    3. La comida oficial
    4. Género y Hegemonía en El infarto del alma
    IV.NOVELA MASIVA
    1. Experimentación, imitación y efecto

    FESTIVALES INTERNACIONALES DEL CUENTO Y DE CUENTEROS (IBEROAMERICA)




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    JULIO CORTAZAR


    Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de Agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó a la Argentina a los cuatro años. Paso la infancia en Bánfield, se graduó como maestro de escuela e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires, los que debió abandonar por razones económicas. Trabajó en varios pueblos del interior del país. Enseño en la Universidad de Cuyo y renunció a su cargo por desavenencias con el peronismo. En 1951 se alejó de nuestro país y desde entonces trabajó como traductor independiente de la Unesco, en París, viajando constantemente dentro y fuera de Europa. En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el librito de sonetos ("muy mallarmeanos", dijo después el mismo) Presencia. En 1949 aparece su obra dramática Los reyes. Apenas dos anos después, en 1951, publica Bestiario: ya surge el Cortázar deslumbrante por su fantasía y su revelación de mundos nuevos que irán enriqueciéndose en su obra futura: los inolvidables tomos de relatos, los libros que desbordan toda categoría genérica (poemas-cuentos-ensayos a la vez), las grandes novelas: Los premios (1960), Rayuela (1963), 62/Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973). El refinamiento literario de Julio Cortázar, sus lecturas casi inabarcables, su incesante fervor por la causa social, hacen de él una figura de deslumbrante riqueza, constituída por pasiones a veces encontradas, pero siempre asumidas con él mismo, genuino ardor. Julio Cortazar murió en 1984 pero su paso por el mundo seguirá suscitando el fervor de quienes conocieron su vida y su obra.

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    sábado, 28 de noviembre de 2009

    Edgard Allan Poe (EE.UU.)


    EL BARRIL DE AMONTILLADO


    Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
    Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
    Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
    Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
    -Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
    -¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
    -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
    -¡Amontillado!
    -Tengo mis dudas.
    -¡Amontillado!
    -Y he de pagarlo.
    -¡Amontillado!
    -Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
    -Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
    -Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
    -Vamos, vamos allá.
    -¿Adónde?
    -A sus bodegas.
    -No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
    -No tengo ningún compromiso. Vamos.
    -No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
    -A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
    Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
    Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
    El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
    -¿Y el barril? -preguntó.
    -Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
    Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
    -¿Salitre? -me preguntó, por fin.
    -Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
    -¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
    A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
    -No es nada -dijo por último.
    -Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
    -Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
    -Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
    Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
    -Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
    Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
    -Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
    -Y yo, por la larga vida de usted.
    De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
    -Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
    -Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
    -He olvidado cuáles eran sus armas.
    -Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
    -¡Muy bien! -dijo.
    Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
    -El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
    -No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
    Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
    Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
    -¿No comprende usted? -preguntó.
    -No -le contesté.
    -Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
    -¿Cómo?
    -¿No pertenece usted a la masonería?
    -Sí, sí -dije-; sí, sí.
    -¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
    -Un masón -repliqué.
    -A ver, un signo -dijo.
    -Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
    -Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
    -Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
    Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
    Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
    En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
    -Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
    -Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
    En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
    -Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
    -¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
    -Cierto -repliqué-, el amontillado.
    Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
    Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
    Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
    Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
    -¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
    -El amontillado -dije.
    -¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
    -Sí -dije-; vámonos ya.
    -¡Por el amor de Dios, Montresor!
    -Sí -dije-; por el amor de Dios.
    En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
    -¡Fortunato!
    No hubo respuesta, y volví a llamar.
    -¡Fortunato!
    Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

    Vicednte Huidobro (Chile)

    Tragedia

    María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
    Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
    Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
    Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
    ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
    Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.
    Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda

    crítica sobre la novela 2666 de bolaño

    Fronteras del mal / genealogías del horror: 2666 de Roberto Bolaño Juan Carlos Galdo
    Texas A&M University


    En 2666 (2004) de Roberto Bolaño convergen una serie de motivos y preocupaciones que ya habían aparecido de manera central en su obra narrativa. El escritor nacido en Santiago de Chile y muerto en Barcelona en el 2003 a la edad de 50 años había explorado a fondo el tema del mal –el mal absoluto, lo llamó él– primero en la figura del capitán de la fuerza aérea chilena Carlos Wieder en uno de sus textos más conocidos, la novela Estrella distante (a su vez una ampliación de la semblanza de Carlos Ramírez Hoffman, esteta del horror, con cuya historia culminaba La literatura nazi en América, también publicada en 1996) y luego en Nocturno de Chile (2000). Una primera aproximación risueña aunque no menos corrosiva de los delirios engendrados durante la dictadura militar terminaba en la segunda de estas novelas en un encuentro macabro en los sótanos de la noche santiagueña. Por otro lado, en Los detectives salvajes (1998), su obra más aclamada y que le valió un año después la obtención del premio Rómulo Gallegos, el México contemporáneo servía de escenario principal a una narración que precisamente concluía con la búsqueda y muerte de la mítica Cesárea Tinajero en el desierto de Sonora a mediados de la década de los setenta. En 2666 vuelve a reaparecer entonces esta preocupación por el mal recurrente en toda la obra de Bolaño –sus “confrontaciones con el mal” (28), como las llama Patricia Espinosa– con territorios ya explorados en Los detectives salvajes en un desarrollo más ambicioso que excede el millar de páginas. En esta su última novela, aparecida póstumamente, Bolaño traza una genealogía del mal y una cartografía del horror contemporáneo que se remonta a la Europa del Tercer Reich y a la Rusia de Stalin, y que encuentra su última y no menos aterradora expresión en el asesinato de mujeres en la ciudad de Santa Teresa –trasunto de Ciudad Juárez–, en la frontera mexicano-estadounidense.


    La novela consta de cinco partes. En la primera de ellas se narra las aventuras de un grupo de jóvenes críticos europeos –un español, un francés, un italiano y una inglesa– a quienes une la pasión por la obra de Benno Von Archimboldi, mítico escritor alemán cuya obra va adquiriendo un prestigio cada vez mayor y a quien se vocea con insistencia como candidato a recibir el Premio Nobel. Una pista proporcionada por un becario mexicano a quien conocen en un congreso en Francia los conduce hacia principios del nuevo milenio hasta Santa Teresa, donde durante el transcurso de algunas semanas buscan en vano al elusivo escritor, quien lleva una vida de misántropo y sólo mantiene un contacto esporádico con sus editores. La segunda parte de la novela se centra en la historia del profesor Óscar Amalfitano, un exiliado que salió de Chile a consecuencia del golpe de estado de Pinochet, y quien luego de ejercer como catedrático de filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona y de haber sido abandonado por su esposa, acepta una oferta de trabajo en la universidad de Santa Teresa, a donde llega junto con su hija Rosa, una bella adolescente de diecisiete años. Amalfitano es un hombre culto y desengañado –entre sus créditos figura el haber traducido a Von Archimboldi–, que sirve de guía a los críticos y que vive en constante zozobra por la suerte que un lugar tan violento y al que no sabe porqué ha venido puede deparar a su hija.


    Quincy Williams, periodista negro de treinta años que trabaja en una revista de Harlem y a quienes sus compañeros de trabajo conocen por el nombre de Antonio Fate, es el protagonista de la tercera parte. A pesar de que se desempeña como cronista cultural es enviado a Santa Teresa para cubrir una pelea de boxeo entre un compatriota suyo, un prometedor peso medio y un crédito local que responde al nombre de Merolino Fernández. En su estancia en la ciudad Fate toma conocimiento de los crímenes que se han venido sucediendo en ese lado de la frontera desde la última década del siglo pasado, y proyecta escribir un reportaje que ofrezca “Un retrato del mundo Industrial en el Tercer Mundo…, un aide-mémoire de la situación actual de México, una panorama de la frontera, un relato de primera magnitud” (373). Aunque no recibe autorización de la revista en la que trabaja para prolongar su estadía, su breve paso por Santa Teresa es suficiente para que Fate se asome a los bajos fondos de la ciudad y para que, por intermedio de una periodista del DF, conozca lo que el resto del mundo todavía desconoce o apenas empieza a tener noticia. Junto con Guadalupe Roncal, a quien se le ha asignado la cobertura de lo que sucede en Santa Teresa después que fuera asesinado el reportero que originalmente cubría la información, entrevistan a Klaus Haas, un ciudadano estadounidense de origen alemán acusado de manera absurda por la policía local de ser el único autor de los asesinatos de mujeres que asola a la ciudad desde principios de la década de los noventa. Durante su estadía en México, Fate se enamora de la hija de Amalfitano, y a pedido de éste, accede a llevarla consigo en su precipitado retorno a los Estados Unidos para que desde allí tome un vuelo de regreso a Europa.


    La cuarta parte es la más extensa y la más abrumadora. En ella se narran sin pausa y a un ritmo vertiginoso, ya sea de manera sumaria o con cierto detalle, una sucesión de crímenes que ocurren entre 1993 y 1997 y que tienen por víctimas a jóvenes mujeres, adolescentes y niñas, la mayoría humildes obreras de las maquiladoras localizadas en los parques industriales de la ciudad. Violadas, cosidas a puñaladas, estranguladas, torturadas, quemadas (a veces todas estas atrocidades juntas) para luego ser arrojadas a enormes basureros clandestinos o abandonadas en algún lote baldío o expuestas sin más al vasto desamparo del desierto. En no pocos casos se trata de víctimas de la violencia doméstica llevada al extremo, esto es, al asesinato (algunas escalofriantes cifras son reveladas en la novela por boca de la encargada del Departamento de Delitos Sexuales de Santa Teresa), pero en la mayoría de los casos se trata de crímenes sin resolver, de víctimas anónimas que comparten un destino similar: la fosa común o la mesa de disección en la que practican los estudiantes de medicina de Santa Teresa. Los esfuerzos de algunos policías honestos, de una vidente que responde al nombre de Florita Almada, de una agrupación de feministas, resaltan menos por el efecto positivo que ejercen sus denuncias que por el vacío total que en el que caen. Aquellos que pretenden acercarse a la verdad como sucede con varios periodistas son rápidamente silenciados y luego olvidados, lo cual no sorprende en una sociedad donde la impunidad no sólo es la regla –por que al fin y al cabo, según lo enuncia un policía judicial ante el regocijo de sus compañeros como una muestra de su amplio repertorio de chistes misóginos: “las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas” (691)– sino la única ley que no es quebrantada.


    Hacia el final de este espeluznante relato una circunstancia azarosa posibilita un acercamiento menos velado a la enmarañada verdad. Kelly Rivera Parker, amiga íntima de Azucena Esquivel Plata, diputada del PRI de rancio abolengo, desaparece en Santa Teresa. La diputada del PRI moviliza sus influencias y acude a los servicios de un detective privado quien le informa de las profundas ramificaciones al interior de su propio partido (es decir, al corazón del poder) a las que conduce la pista del crimen de su amiga. Bajo el disfraz de organizadora de eventos sociales River Parker, quien debido a su extracción social a todas luces no se ajusta al perfil del grueso de las víctimas, administraba una red de prostitución de alto vuelo entre cuyos clientes figuran conocidos narcotraficantes que gozan del amparo de las autoridades locales. Finalmente, y luego de haber visitado personalmente Santa Teresa sin haber obtenido ningún resultado, la diputada contacta a Sergio González novelista y periodista cultural del diario La Razón del DF que ha informado esporádicamente sobre lo que viene sucediendo en Sonora para que “agite el avispero” (790) y movilice a la opinión pública. El monólogo de la diputada se intercala con una denuncia de Haas en la cual incrimina a una pareja de primos provenientes de poderosas familias de la región, con la visita de un criminólogo norteamericano, y con la desaparición de un periodista chicano de extracción proletaria que había hecho eco de la denuncia de Haas. De manera indirecta se insinúa cuál es la suerte que ha podido correr esta investigación si uno repara en que el periodista asesinado de “uno de los grandes periódicos del DF” (375) a quien reemplaza Guadalupe Roncal podría no ser otro que Sergio González.


    El último libro está dedicado a la vida de Benno von Archimboldi, seudónimo que oculta a Hans Reiter, escritor de origen prusiano nacido en 1920. Luego de haber servido en la guerra y de haber atestiguado el horror nazi –de hecho la única muerte que debe es la de un criminal de guerra al que ajusticia para que sus crímenes no queden impunes–, Reiter escapa de un campo de prisioneros aliados, cambia de nombre a instancias de una vieja adivina y empieza su carrera como novelista. Decisiva en la vocación literaria y en la formación ética del joven Reiter es el hallazgo durante la guerra del diario de Borís Abramovich Ansky, escritor secreto de origen judío-ucraniano. El joven Ansky vive primero la euforia de la revolución proletaria (“la revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte” [888]), luego se mantiene al margen de las prebendas que reciben los escritores oficiales, y termina por atestiguar el derrumbe de la utopía revolucionaria al punto de llegar a sufrir en carne propia las persecuciones del estalinismo. De hecho el nombre de pluma de Reiter es un homenaje a éste ya que Arcimboldo se cuenta entre los pintores favoritos de Borís Abramovich. Así como Ansky desaparece al unirse a un grupo de guerrilleros que combate a los invasores alemanes (recuerda en ello a Arturo Belano, quien al final de Los detectives salvajes se desvanece en el corazón del continente africano asolado por la guerra civil), luego de la muerte por tuberculosis de su esposa, Archimboldi comienza una vida ascética y trashumante dedicada a la literatura hasta que una hermana lo localiza por azar y le pide que vaya a Santa Teresa, donde su sobrino –Klaus Haas- está encarcelado bajo el cargo de ser el asesino en serie que asola la ciudad.
    “Durante el camino hacia Tucson”, precisa el narrador, “Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal. Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. Lo dijo Guadalupe o lo dijo Rosa. La carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido albino que apareció junto con la nube negra” (438-39). ¿Cuál es este secreto?, ¿qué oculta? El mismo Fate, cuya experiencia con la marginalidad lo predispone a una comprensión rápida de lo que sucede, ya lo había entrevisto en un pasaje previamente citado. Sin duda existe una especificidad que tiene como protagonistas y víctimas a los propios mexicanos pero en su significado más profundo dista mucho de ser un fenómeno puramente local o nacional para erigirse más bien en un perturbador símbolo de la modernidad, de cómo y a qué precio opera la sociedad en el capitalismo tardío. “Luego hablaron sobre la libertad y el mal, sobre las autopistas de la libertad en donde el mal es como un Ferrari” (670), dice el narrador a mitad de una conversación sobre la industria de snuff-movies (películas con asesinatos reales) en Santa Teresa de la que participan Sergio González, un colega suyo de la sección de nota roja y un general mexicano retirado. El rumor de que existan esas películas y de que Santa Teresa sea la capital mundial de su producción puede ser infundado o falso, pero el sólo hecho de que un horror semejante constituya una posibilidad perfectamente verosímil es lo que vuelve tan perturbadora esta hipótesis.


    En esa estrecha franja en el desierto, lugar de tránsito, cruces e intercambios, se acumulan de pronto oscuros nubarrones que cubren su cielo amenazando con lluvia. Aparentemente, según lo observa un funcionario de la prisión, Santa Teresa queda inmune a los estragos de la tormenta al disgregarse las nubes al cabo de unos minutos. Sin embargo, una vez pasado esos nubarrones se descubre de manera implacable un paisaje de pesadilla que queda expuesto a la luz calcinante del desierto. Allí queda desparramado ese presente distópico, con sus vestigios pre y post-industriales refrendados en lugares tales como restaurantes que semejan Mc’ Donalds y que tienen nombres como el Rey del Taco, en construcciones precarias rodeadas de gigantescos basurales ilegales, en grandes complejos industriales en las que las multinacionales, por sobre cualquier consideración humanitaria, anteponen el supremo arbitrio de sus propios intereses. Fenómeno económico y social exhibido desde su perspectiva más sórdida y abyecta que no sólo no es privativo de un lugar –México, Latinoamérica de finales del milenio- sino tampoco de una época determinada. Me explico. En 2666 existe una deliberada intención, de trazar una genealogía del mal, es decir, de historiarla, y, con más precisión, de seguir sus evoluciones (o circunvoluciones) a lo largo del siglo XX.


    En la novela, la explicación de las raíces del mal queda a cargo de Albert Kessler, el criminólogo norteamericano que es invitado a Santa Teresa para instruir a la policía local sobre los asesinos en serie. Dice Kessler a su interlocutor: “Usted dirá: todo cambia. Por supuesto todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia” (338). Kessler ofrece como ejemplos las miles de personas muertas durante el tráfico de esclavos negros o en levantamientos populares como el de la Comuna de París. La repercusión fue nula, porque las víctimas en uno y otro caso no formaban parte de la sociedad, nada se escribía sobre ellas y por tanto sus muertes pasaban desapercibidas. Como es lógico Kessler traza una analogía con los crímenes de Santa Teresa y concluye al respecto: Compartiré contigo tres certezas. A: esa sociedad esta fuera de la sociedad, todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el circo. B: los crímenes tienen firmas diferentes. C: esa ciudad parece pujante, parece progresar de alguna manera, pero lo mejor que podría hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos (339).


    En la última parte de la novela, aunque cronológicamente anterior, toma lugar otro diálogo en donde los temas del crimen, del mal y de la crueldad vuelven a aflorar. El lugar y las circunstancias no pueden ser más propicios ni más simbólicos ya que el episodio ocurre en el castillo del conde Drácula, en la región de los Cárpatos, a donde ha llegado una avanzada del ejército nazi conjuntamente con un regimiento del ejército rumano. Seguida de una visita a la cripta del castillo un grupo de comensales departe durante una velada en la cual planea el espectro de la locura y en la que una serie de teorías sobre el crimen son desgranadas con la fría suficiencia de los torturadores de la SS o acometidas con brío eslavo, cual jinetes del Apocalipsis. Varias de estas consideraciones giran en torno a lo que Georges Bataille llamaría “el verdadero Mal, el Mal puro”, vale decir el sadismo, en el que “el asesino, dejando a un lado la ventaja material, goza con haber matado” (La literatura y el mal 23). Por cierto, este ejercicio del mal que se concentra en el gozo que trae aparejada la destrucción sin duda también es pertinente para tratar de entender los crímenes de Santa Teresa. Como la tierra rumana que, como lo recuerda Claudio Magris en El Danubio, se encontraba en “el camino del mal” (en alusión a su sangrienta leyenda), el mítico paisaje desértico de la frontera mexicano-estadounidense provee a su vez el escenario idóneo para la irrupción de las más atroces violencias. Ya lo había notado el propio Bolaño en referencia a Blood Meridian de Cormac McCarthy, novela en la que a su juicio repercute el influjo del paisaje fronterizo (Texas, Chihuahua y Sonora), “un paisaje sadiano, un paisaje sediento e indiferente regido por unas extrañas leyes que tienen que ver con el dolor y con la anestesia, que es como a menudo se manifiesta el tiempo” (Entre paréntesis 187).


    En su célebre In Bluebeard’s Castle, George Stainer explica como desde el fin de las guerras napoleónicas el continente europeo conoció un período de cien años de relativa paz que modeló la civilización occidental y en el que se forjaron los criterios de cultura que harían crisis en el siglo XX. No obstante el optimismo prevaleciente en la época, Steiner pone de relieve una corriente subterránea de efecto corrosivo que coexistió con el cientificismo positivista o el historicismo hegeliano. Así, una vez truncadas las esperanzas revolucionarias de 1815 y ante el panorama de creciente deshumanización de la sociedad industrial, se apoderaría del artista un sentimiento de vacuidad, una fatiga nerviosa condensada en el ennui (equivalente aproximado al spleen baudeleriano) de la que dan cuenta varias obras como, entre otras, las de Flaubert o Henry James. “One should have known that ennui was breeding detailed fantasies of nearing catastrophe” (22-23), escribe Steiner y se pregunta si, como sucede con las estrellas –y como lo formuló Freud en su discusión sobre las pulsiones tanáticas individuales y colectivas–, alcanzado cierto umbral de desarrollo una civilización avanzada no está condenada a disolverse bajo sus propios impulsos de autodestrucción. Es precisamente con las guerras mundiales entre 1915 y 1945, con su apoteosis de barbarismo, donde se cumplen con creces estas “fantasías de catástrofe”, y donde el Holocausto judío se erige en un hito macabro, suerte de agujero negro por donde se precipitan los más elementales valores de la cultura clásica. La pastoral decimonónica con su coro de voces que anunciaban el progreso cede su lugar a otras radicalmente distintas, como las de Nietzsche o Kieerkegard, quienes no avizoraban un futuro modelado por el credo del progreso sino la extenuante repetición, la posibilidad de que cualquier cosa por más terrible que fuera pudiera ocurrir. Es en el territorio de lo que Steiner llamaría la post-cultura (que surca la modernidad y la post-modernidad) donde el credo clásico se ha roto, donde el dogma de la trascendencia literaria, de la permanencia, se ha desvanecido, donde como entre escombros se mueven los personajes de 2666.


    Todos los personajes principales de la novela póstuma de Bolaño participan de esta sensibilidad humanística que todavía se debate en la búsqueda de un sentido que les permita sustraerse a la “pesadilla de la historia” de la que, sin éxito, pugnaba por despertar Stephen Dedalus en el Ulises de Joyce. Están, en primer lugar, los cuatro críticos de literatura, entusiastas salvaguardas de un rito que se vuelve cada vez más arcaico –el de la lectura– en una época en que cada vez se lee menos, pero en donde las viejas imposturas respecto al monopolio del arte y la cultura no han desaparecido. Es inevitable la comparación con Arturo Belano y Ulises Lima, los “detectives salvajes” de la novela homónima. El viaje en este caso es cronológica y espacialmente inverso: allí donde Belano y Lima se embarcaban para Europa en un peregrinaje desesperado que se extendería hasta los años noventa luego de haber agotado las posibilidades de la utopía en el México de los setentas, Pelletier, Espinoza y Liz Norton (Moroni, confinado a una silla de ruedas, no los acompaña a su excursión a Santa Teresa), se mueven durante años por Europa entre congresos y coloquios de literatura donde discuten con ardor sus lecturas de Archimboldi y donde también se enfrentan con su propia soledad. Su estéril estadía de varios meses en Sonora no los lleva ni a encontrar a Archimboldi ni a interesarse demasiado por los crímenes de Santa Teresa pero sí a que se resuelva su enredo sentimental con la disolución del triángulo amoroso que sostenían y con la conformación de la pareja conformada por Liz Norton (quien vuelve a Europa antes que Pelletier y Espinoza) y Moroni.


    Hay en la parte de los críticos un atisbo de lo terrible que está ausente de sus vidas cotidianas en la historia de Edwin Johns, el pintor inglés emergido de la bohemia londinense de los años setenta que se mutila una mano, para luego disecarla y colocarla al centro de un lienzo como expresión radical del estado espiritual en el que se debate el auténtico artista contemporáneo. En algo recuerda a El grito, de Edvard Munch, lienzo que, como lo explica Jameson constituye casi un manifiesto programático de la “edad de la ansiedad” o periodo modernista (197). Para Jameson, sin embargo, la distancia que separa al modernismo (high modernism) del postmodernismo es la misma que media entre la alienación y aislamiento del sujeto al de la fragmentación del mismo, la que va de un cuadro de Van Gogh (otro célebre automutilado) o Munch a uno de Andy Warhol. En la estética de Johns así como en la poética de Bolaño, sin embargo, una etapa no cancela a la otra. No hay impersonales “intensidades” que reemplazan a las emociones, ni la temática del tiempo y la temporalidad cesan de pronto de interesar, ni la diacronía ha dado paso a una visión sincrónica, al menos no de manera sustantiva. La fragmentación es un efecto que se apodera de las subjetividades y que se manifiesta en los textos de Bolaño, a menudo de una manera bastante lúdica y con una irreverencia desmitificadora, pero que nunca está al servicio de una celebración complaciente, satisfecha de su propio devenir. Como sucede desde el Romanticismo existe la añoranza de una totalidad perdida –que no se propone la reinstauración de antiguos dogmas ni la tranquilizadora protección de inconmovibles certezas– y que por momentos asoma fugaz y fragmentariamente bajo el ropaje de la juventud, de los ideales derrotados pero tercamente defendidos, de los viejos e irrecuperables amores.


    Un profesor de filosofía ganado por el desaliento y que cual si fuera un ready-made, a la manera de Duchamp, cuelga un tratado de algebra en el patio de su casa. Sólo que lo que en Duchamp era gesto vanguardista, meta-ironía que por negación trascendía su propio nihilismo, como lo quiere Octavio Paz (19), en Amalfantiano es absurdo, declaración de derrota. Pero un absurdo que aún así conserva un atisbo de coherencia del cual está desprovisto el lugar que habita: “Cuando llegaron a casa ya no había luz pero la sombra del libro de Dieste que colgaba del tendero era más clara, más fija, más razonable, pensó Amalfantiano, que todo lo que había visto en el extrarradio de Santa Teresa y en la misma ciudad, imágenes sin asidero, imágenes que contenían en sí toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos” (265). Amalfantiano, que cree estar volviéndose loco al escuchar una voz que constantemente lo interpela y que se identifica como la de su abuelo italiano o la de su padre, se entretiene llenando hojas en blanco con dibujos geométricos donde figuran nombres de filósofos que van de Heráclito y San Agustín a Wittgenstein y Vattimo. Fragmentos ellos también de viejos sistemas que han perdido asidero y en los que hay que hurgar como en las piezas incompletas de un rompecabezas.


    En torno a la figura de Antonio Fate, cronista de Amanecer Negro, se revela una fauna humana que incluye a viejos luchadores sociales –se narra su encuentro en Detroit con un viejo fundador de los Panteras Negras y con el último un miembro de la sección del Partido Comunista norteamericano en Brooklyn– que a comienzos del nuevo milenio se han convertido en personajes pintorescos que se extinguen en la incomprensión y el anonimato. Olvidados por el archivo de la Historia a su modo también son, como las mujeres asesinadas en Sonora, víctimas de una modernidad que los ha excluido. El mundo de Fate es uno que transcurre en barrios marginales, en habitaciones de hoteles baratos y en salas de cine de barrio, entre los sonidos de la música de rap, los programas basura, y las películas pornográficas. Este panorama no cambia sustancialmente una vez que llega a Santa Teresa, a no ser por la exacerbación de la violencia y por la llamarada de deseo que le produce la contemplación de Rosa Amalfitano. En realidad el encuentro con la hija del profesor chileno lo coloca frente a la encarnación del ideal de la Belleza y por lo mismo ante la proximidad de lo sagrado en medio de las circunstancias extremas que se viven.


    En el viejo ideal humanista preconizado en el ideal clásico, el escritor venía a ser algo así como su representación más pura. No obstante ello, Benno von Archimboldi parece situarse bastante lejos de ese ideal de trascendencia que funcionaba como un artículo de fe en el artista de la etapa clásica. No se nos detalla los contenidos de su obra, pero no es difícil entrever que se trata de un escritor “difícil”, de culto (varios escritores contemporáneos desde Pynchon hasta Bernhard vienen a la mente), un estoico de costumbres ermitañas en el que la escritura asume un carácter exclusivo y hasta excluyente. Hay un contrapeso de esta visión sombría en la figura de su editor, el judío-alemán Bubis, para quien, a pesar de todo, claramente el ejercicio de la inteligencia crítica es una manera de resistir al poder y al mal. En Bubis, quien ríe a carcajadas al leer el manuscrito de una de las novelas de Archimboldi y que muere de la misma forma en su despacho ante el manuscrito de otro joven escritor alemán, resuena el eco de esa risa nitzscheana que exalta Steiner y que propone como respuesta del hombre contemporáneo ante la faz de la barbarie. Archimboldi, en cambio, se entrega a ese desesperanzado estoicismo que se niega a pactar con la impostura de un orden que desde muy joven ha repudiado.


    El erotismo tampoco es ajeno a la experiencia del escritor berlinés, aunque no ocupa un lugar central en su vida. En quien sí se manifiesta de manera central el culto a la voluptuosidad es en la figura de la baronesa Von Zumpe, su antigua empleadora y eventual amante después de la guerra cuando la todavía joven baronesa ya está casada con el anciano pero siempre vital Bubis. Una de los mejores pasajes del libro narra el encuentro entre la bella aristócrata y el general Entrescu en una cámara del castillo de Drácula luego de transcurrida la velada a la que ya se ha hecho referencia. Entrescu, a la manera de los empalados del conde Vlad, terminará crucificado a los pies del castillo por sus propias tropas en desbandada ante el contraataque soviético. Tanto la longeva vida de la baronesa como el final del insaciable general sirven también para ilustrar la tenue línea que separa la transgresión sexual del crimen, el exceso voluptuoso de la crueldad sadiana y recuerda, como escribió Bataille, que “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación” (El erotismo 21).


    Un tercer integrante de esta significativa velada que merece mencionarse aquí es el erudito Hermes Popescu, filósofo-bufón del general Entrescu quien tiempo después, en su exilio parisiense, reaparece convertido en una figura gangsteril, un próspero empresario que ha hecho su fortuna con el tráfico de inmigrantes indocumentados en Francia y que no tiene reparos en llevar sus fraudulentos negocios hasta la lejana Honduras. El mundo, y este es la amarga constatación que surca toda la novela, está en manos de los Popescu, de los tiburones del PRI, de los grupos económicos detrás del lucrativo negocio de las maquiladoras, en suma, de los poderosos, siempre rodeados de ejércitos de cortesanos y/o de asesinos, y a los que el destino no depara una vida de privaciones y luego la fosa común sino, como sucede con Popescu, una plácida muerte “durmiendo sobre un lecho de rosas” (1073). Existe, sin embargo, una posibilidad de redención que se le aparece en sueños a Óscar Amalfitano y que es puesta en boca de “el último filósofo comunista”, un fantoche con la figura de Borís Yelstin. “Esta es la ecuación”, dice el Yelstin-filósofo del sueño de Amalfitano, “oferta + demanda + magia. ¿Y qué es magia? Magia es épica y también es sexo y bruma dionisiaca y juego” (291). Quien haya leído Los detectives salvajes o los cuentos de Llamadas telefónicas (1997) reconocerá de inmediato la huella de este imperativo individual en varios de los personajes que recorren las páginas de Bolaño y, más aún, como un elemento medular de la poética del escritor nacido en Santiago de Chile. La “tercera pata de la mesa humana”, como también la llama el “último filósofo comunista”, es la que impide que la existencia “se desplome en los basurales de la historia, que a su vez se están desplomando permanentemente en los basurales del vacío” (291). El vacío es inexorable, pero el modo de hacerle frente y de no rehuir su desafío es lo que en definitiva cuenta.


    A propósito de la aparición del libro de relatos Mi siglo (1999), de Günter Grass, Bolaño escribió lo siguiente: “emprende la revisión de su siglo alemán, que también es el siglo europeo, con la convicción de haber transitado por un trozo duradero del infierno y también con la certeza, la vieja y difamada y magnifica certeza de la Ilustración, de que el ser humano merece salvarse, aunque a menudo no se salve. Salimos del siglo XX marcados a fuego. Eso es lo que nos dice Grass (Entre paréntesis 157). Como el Nobel de 1999, Benno von Archimboldi es un testigo privilegiado de su época y de sus horrores, y su historia abarca desde principios de siglo –su padre era un veterano de la primera guerra mundial y el diario de Ansky sigue la trayectoria de la Revolución Rusa– hasta los albores del nuevo milenio. La aparente desconexión entre la biografía del octogenario autor de Ríos de Europa o La máscara de cuero y el presente de violencia descontrolada que se vive no es tal ya que, como sucede en las novelas de ciencia ficción que escribe Ansky y que firma el inescrupuloso Ivánov, la Historia más que una sucesión de hechos continuos semeja una alternancia de realidades paralelas a las que empecinadamente se busca otorgarle el peor final posible. Así, los valores o anti-valores consagrados como la impostura del nazismo o el terror de Estado de estalinismo conservan vigencia y asumen nuevos avatares en Latinoamérica: la matanza de Tlatelolco, los crímenes en las dictaduras latinoamericanas del Cono Sur, los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez.


    En el epílogo a la novela el crítico español Ignacio Echevarría nos recuerda que la enigmática cifra de connotaciones apocalípticas que da título a la novela ya aparecía en el monólogo febril de Auxilio Lacouture, la narradora uruguaya de Amuleto (1999), otra novela de Bolaño. En una escena que evoca Auxilio, quien se declara “la madre de la poesía mexicana”, Arturo Belano (recién llegado de Chile, luego del golpe militar) y su amigo Ernesto San Epifanio se dirigen a la colonia Guerrero, en busca del Rey de los putos, el cual tiene amedrentado y bajo el dominio de su particular reino del terror al poeta San Epifanio: Y los seguí […] y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes, la Guerrero a esa hora se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975 sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un parpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo” (76-77).


    Si, tal como se recuerda en la primera parte de la novela, Borges comparó Londres con un laberinto (y a esto habría que añadir que en uno de sus cuentos más famosos el desierto asumía la forma del más intrincado de los laberintos), Santa Teresa semeja a los ojos de sus visitantes europeos “un enorme campamento de gitanos o de refugiados dispuestos a ponerse en marcha a la más mínima señal” (149), o un “paisaje fragmentado o en proceso de fragmentación constante, como un puzzle que se hacía y deshacía a cada segundo” (752), a la mirada inquisitiva del criminólogo Kessler. Acaso la comparación más lapidaria y más reveladora sea la que indirecta, metonímicamente, ofrece la periodista Guadalupe Roncal al describir la impresión que tuvo al ver cárcel de Santa Teresa: “No sé como explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda lo que le voy a decir, una mujer destazada. Una mujer destazada pero todavía viva. Y dentro de esa mujer viven los presos” (379). No sorprende entonces esta presencia asfixiante y omnipresente de la muerte en la novela que vendría a convertirse en el testamento literario de Bolaño, porque, como afirmaba Auxilio Lacouture en Amuleto: “la muerte es el báculo de Latinoamérica y Latinoamérica no puede caminar sin su báculo” (68). Juan Carlos Galdo (Ph.D. University of Colorado 2003) es assistant professor en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Texas A&M (College Station) University. Ha publicado artículos sobre literatura latinoamericana contemporánea en Chasqui, Lexis, Lucero, The Colorado Review of Hispanic Studies, etc.


    Obras Citadas
    Bataille, Georges. La literatura y el mal. Madrid: Taurus, 1981.
    ---. El erotismo. Barcelona: Tusquets Editores, 2002.
    Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Anagrama, 2004.
    ---. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Barcelona: Anagrama, 2004.
    ---. Amuleto. Barcelona: Anagrama, 1999.
    Espinosa, Patricia. “Estudio preliminar”. Territorios en fuga. Estudios críticos sobe Roberto Bolaño. FRASIS editores, 2003. 13-32.
    Jameson, Fredric. “Postmodernism, or The Cultural Logic of Late Capitalism”. The Jameson Reader. Michael Hardt and Kathi Weeks, eds. Oxford: Blackwell, 2000. 188-232.
    Paz, Octavio. Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp. Mexico D.F.: Era, 1978.
    Steiner, George. In Bluebeard’s Castle. Some Notes towards the Redefinition of Culture. New Haven: Yale UP, 1971.

    Roberto Bolaño (Chile)



    'Si viviera en Chile, nadie me perdonaría esta novela' 

    El celebrado autor chileno que obtuvo el premio Rómulo Gallegos por Los Detectives Salvajes presenta, por estos días en Barcelona, su última novela: Nocturno de Chile (Anagrama), que en nuestro país saldrá a la venta a mediados de diciembre. Este libro se estructura en dos grandes y disímiles párrafos, uno tan largo que abarca casi todo el libro y otro tan corto, pero contundente, como para hacernos saber que esta vez sus letras desatan una "tormenta de mierda". 


    por Melanie Jösch desde Barcelona
    Fuente:PrimeraLínea


    Roberto Bolaño nos recibió en un su casa en Blanes, frente al Mediterráneo, donde vive junto a su mujer, hijo e hija por nacer, y donde trama, en un ejercicio diario, las novelas que hoy lo sitúan como una de las voces más destacadas de la literatura latinoamericana actual. Asegura que el camino aún está por recorrer, que proyecta una novela de mil páginas que será un clásico el año 2300 y que cuando la termine dejará de fumar. Por mientras, dio rienda suelta a la narrativa en Nocturno de Chile (Anagrama), una novela que se estructura en dos grandes y disímiles párrafos, uno tan largo que abarca casi todo el libro y otro tan corto pero contundente como para hacernos saber que esta vez sus letras desatan una "tormenta de mierda". 
    No cabe otra alternativa. El personaje que nos lleva de la mano a un país de náufragos es un sacerdote Opus Dei, crítico literario y poeta mediocre, de nombre Sebastián Urrutua Lacroix, conocido como el cura Ibacache. Todo ocurre en una noche de fiebre alta, cuando el miedo inminente a la muerte abre las compuertas de la memoria, desde donde salen, en hilera, las imágenes que nos llevarán desde el Chile latifundista hasta el golpe de Estado y la cruenta dictadura con su secuela de terror.
    A la vocación nacional de esta novela se cruzan viajes transatlánticos para conocer los métodos de conservación de las iglesias europeas, donde más bien se aprenden los métodos de exterminio de las palomas, máximas causantes del deterioro de las casas de Dios. Halcones son los fieles y certeros acompañantes de los sacerdotes en su misión de limpieza. En este tenor, irán apareciendo personajes, algunos grotescos -como María Canales, mujer que ofrece tertulias literarias mientras en el sótano de su casa se tortura-, otros redimidos -ya veremos- pero todos mirados desde la vara del humor, "del ridículo espantoso", como señala aquí el autor.

    -¿Nocturno de Chile es la metáfora de un país infernal?
    -No lo veo así. Es la metáfora de un país infernal, entre otras cosas. También es la metáfora de un país joven, de un país que no se sabe muy bien si es un país o un paisaje.

    -Es inquietante la perspectiva de esta novela, narrada a partir de personajes que apoyaron el golpe de Estado, que fueron mudos testigos del terror o que le dieron clases de marxismo a la Junta militar. ¿Por qué asume los ropajes del lobo?
    -La respuesta más cómoda para mí sería decir que por variar un poco. Después de asumir los ropajes de tantas ovejas, me dan ganas de ponerme la piel de un lobo. Ahora yo no creo que sean lobos realmente, ni el narrador ni gran parte de los personajes que aparecen en la novela, sino más bien náufragos. Hay unos cuantos lobos. El señor Oido y el señor Odeim son lobos al ciento por ciento y la Junta Militar chilena para qué te voy a decir. Pero los otros personajes son más bien seres extraviados, en el sentido que todos estamos extraviados. Incluso cuando hablamos de lobos yo añadiría lobitos. Ni siquiera lobos. Porque el matiz está tal vez en que el terror lo sienten muchos más los lobitos.


    -En su novela no parece salvarse nadie. No se salva la Iglesia Católica que está representada en su parte más cruel, no se salva el narrador -el sacerdote Opus Dei y crítico literario- ni menos se salvan Pinochet y su entorno. ¿Por qué esa mirada hacia Chile?
    -No es hacia Chile. Es hacia estos personajes en concreto y hacia un momento concreto de mi vida. Seguramente me dejo llevar por la música de mi propia novela y en esa música no se podía salvar nadie. Pero, pensándolo bien, creo que sí se salvan algunos. Por ejemplo, el hijo de esa mujer (María Canales) que es un niño que está permanentemente asustado. Y también se salvan los campesinos del primer cuadro de la novela, unos campesinos extrañísimos, que parecen llegados de otro planeta. Ellos se salvan por su alteridad, porque escapan a cualquier intento de fijarlos, de historiarlos. El niño se salva por su inocencia. Hay un sacerdote que para mí se salva y es el que muere en Burgos. Ese cura es fantástico cuando dice "esto está muy mal, amiguitos"; "la cosa está muy malita". Este cura tiene a su pobre halcón muriéndose de hambre. Los dos están muriéndose de hambre, él y su halcón Rodrigo, e incluso el halcón Rodrigo, que representa en algun momento el mal instalado en el corazón de la Iglesia, también me cae muy bien. Porque es el demonio, pero que arrastra toda su elegancia, su capacidad de seducción. El narrador, en cambio, el cura Ibacache, no es un personaje seductor y la gente con la que se reúne más bien cae por el lado de la impotencia sexual.

    -Pero acepta que es un libro oscuro sobre Chile.
    -Sí, pero también es un libro claro. Creo que es una novela con mucho sentido del humor. Al menos cuando la escribía me reía como loco. Incluso en los momentos más terribles de la novela hay sentido del humor, del ridículo, entendido a la manera chilena, es decir, ridículo espantoso.

    -Y al final, se desata "la tormenta de mierda"...
    -Porque en esta novela no había más remedio que eso. Es una metáfora a aquello que decía un poeta, "toda una vida perdida", a la constatación de que se ha perdido toda una vida. Cuando eso ocurre y se sigue viviendo, lo que viene a continuación es la tormenta de mierda, el apocalipsis individual.

    La novela imperfecta

    -Es una constante en su literatura el cruce entre ficción y realidad, que aquí se da en una serie de personajes que tienen su doble en la vida cotidiana. ¿Qué papel juega la referencialidad?
    -La referencialidad no sirve para nada. Uno de los grandes novelistas del siglo XX es Marcel Proust y la Recherche está llena de referencias. Es una novela referencial al ciento por ciento y no tiene la más mínima importancia que tu sepas hoy quiénes eran los personajes. Acaso el ser referencial a veces ayuda a exorcisar algunos fantasmas o a clarificarte, pero sólo a ti mismo. En ocasiones, la referencialidad se usa como un guante de desafío, en otras ocasiones más que un guante de desafío es un acto casi suicida. Si yo viviera en Chile, probablemente nadie me perdonaría esta novela. Porque hay más de tres o cuatro personas que se sentirían aludidas, que tienen poder y que no me lo perdonarían jamás. La referencialidad puede ser leída desde multiples perspectivas, pero no creo que signifique mucho en la obra de un escritor. Mucho más importante es que la narración esté sustentada por una estructura literaria que sea válida, por un escritura que al menos sea legible y por una capacidad mínima de vocabulario. Porque la historia de la literatura está empedrada de obras muy malas escritas en servicio del pueblo, de la monarquía, de quien sea, y también está empedrada de obras muy malas de estricta referencialidad. 

    -¿Por qué dice que Nocturno de Chile es una mejor novela que Los Detectives Salvajes?
    -Por algo muy sencillo. La novela es un arte imperfecto. Tal vez sea, en la literatura, el más imperfecto de todos. Y a más páginas escritas las posibilidades de lucir tus imperfeccciones son mayores.

    -¿Qué hay de su idea de escribir un clásico de mil páginas?
    -Cometeré muchísimos errores e imperfecciones. Evidentemente un libro largo tiene alguna ventaja. En un libro largo un escritor tiene que demostrar su aguante, su capacidad constante de inventiva, tiene que tener una respiración ancha y mucha capacidad de fabulación y, por supuesto, no es lo mismo concebir una casa que un rascacielos. Muchas veces es más habitable una casa, pero para construir un rascacielos hay que ser muy bueno, puesto que tienes que hacer trazados mucho más complicados. Ahora, dónde quiere vivir uno, generalmente en una casita. Hay un caso paradigmático al respecto. La novela más habitable de Herman Melville es un relato largo que se llama Bartleby, el escribiente. Todo el mundo dice maravillas de Bartleby, dicen que es la obra perfecta, pero se olvidan de que Melville escribió Moby Dick, la gran obra de este autor. Moby Dick inaugura una visión, una gran aventura en la novela americana. De hecho, la novela americana se funda en dos grandes novelas norteamericanas, que son Moby Dick, de Melville, y Huckleberry Finn, de Twain. Una transita por el lado más amable de la vida y la otra es la novela negra por excelencia. Una es paradisíaca y la otra, Moby Dick, es infernal y, paradógicamente, claustrofóbica, porque aunque el barco se mueve por todo el mundo, los marinos en el barco sólo se mueven dentro del barco. Y en ese autor, tan absolutamente prometéico como es Melville, generalmente la gente se encuentra mucho más a gusto con su Bartleby.

    Nuevo boom latinoamericano 

    -¿Cree que existe un nuevo boom de la literatura latinoamericana?
    -Sí. No pienso que sea un grupo con una ligadura generacional muy fuerte, porque hay gente nacida en el año 49, como César Aira, y hay gente nacida en el año 68, como Ignacio Padilla. Son casi veite años de diferencia. Ahora, también habían años de diferencia entre Julio Cortázar y Vargas Llosa. Lo que creo que marca un cambio es que los autores vuelven a asumir riesgos. No escriben fácil, no hacen la literatura epigonal, que era lo que se llevaba hasta ahora. Durante veinte años, desde finales del 70 hasta principios del 90, la literatura que se hacía era como el bagazo del realismo mágico. Nunca nada original. Nunca nada que asumiera riesgos. La década del 80, que fue nefasta para Latinoamércia, creó una tipología que no sólo se expandió en el ámbito literario, sino básicamente en el ámbito profesional, cuyo lema era ganar dinero, tener éxito, todo con un rechazo absoluto al fracaso y un acriticismo por encima de todo. Y los escritores adoptaron más o menos ese modelo como propio. Entonces aparecen escritores en los que no hay nada. O son malos copistas del realismo mágico, como la mexicana Laura Esquivel, o son pésimos escritores entre comillas juveniles, como Alberto Fuguet, o son escritores que toman temas históricos de una forma nefasta. Hay una escritura muy mala en Latinoamérica, una escritura que por un lado abusa del tipismo, del folcorismo, y que se intenta vender al extranjero como mercadería exótica.

    -¿Cuáles serían los riesgos que asumen los escritores del "nuevo boom"?
    -Los riesgos están en los tratamientos formales que, por ejemplo, Rodrigo Rey Rosas da a sus cuentos. Los cuentos de Rodrigo Rey Rosas no los ha escrito nadie en lengua castellana. Antes que él hay grandes cuentistas, incluso un cuentista genial, que es Borges, pero los cuentos de Rey Rosas nadie los ha escrito. Son absolutamente propios. Creo que Rey Rozas es un autor que será estudiado dentro de cincuenta años. Lo tendrán como un verdadero renovador del relato corto. Los territorios donde se mueve son territorios que únicamente le pertenecen a él y a su tradición, a lo que lleva detrás. Porque, desde luego, él no nace sabiendo escribir. En este sentido, los experimentos literarios de César Aira vienen directamente de Gombrovich y de otro gran escritor argentino que es Lamborgini. Lo que hace César Aira es algo que tampoco se había hecho.

    -¿De dónde viene usted?
    -Creo que vengo de la poesía. No me parezco ni a César Aira, ni a Rey Rosas, ni a Juan Villoro, ni a Javier Marías, ni a Vila Matas -que es uno de los buenos-. Ninguno de los que te he nombrado es escritor de poesía. Yo básicamente soy poeta. Empecé como poeta. Casi siempre he creído, y aún sigo creyéndolo, que escribir prosa es de un mal gusto bestial. Y lo digo en serio. 

    -¿Por qué?
    -En algún sentido creo que escribir prosa es volver a las labores de mi abuelo analfabeto. Es mucho más difícil la poesía. Las escenografías que te proporciona la poesía son de una pureza y de una desolación muy grande. Cuando juntas pureza y desolación el escenario se agranda automáticamente hasta el infinito y lo lógico es que tu desaparezcas en ese escenario y, sin embargo, no desapareces. Te haces infinitamente pequeño pero no desapareces.

    -Usted mismo ha dicho que la mejor poesía del siglo se ha escrito en prosa...
    -Lo que probablemente quiere decir que la poesía en sus métricas habituales y en su soporte clásico ya está muerta.

    -Acaba de sugerir que si hubiese publicado su última novela en Chile seguramente no lo perdonarían. ¿Qué le pediría a sus lectores? 
    -Primero, a mis lectores, que son pocos pero fieles, les pediría perdón. Mis más sentidas y profundas excusas por haber vuelto a reincidir. Segundo, pediría que se rieran y, tercero, me gustaría que les satisfaciera, no a todos, pero sí a algunos, la forma de mi novela, que aparentemente es muy sencilla pero realmente es hipercomplicada. La novela se divide en dos párrafos, uno que dura ciento cincuenta páginas y otro que dura una línea. Y, luego, está construida en una sucesión de cuadros en donde casi no hay punto de hilación o bien los puntos de unión entre un cuadro y otro son puramente experimentales. La novela es la narración del transcurso de una noche del cura Ibacache, que comienza con la fiebre alta y ésta se va remitiendo. Los primeros capítulos están narrados desde el delirio más extremo, desde los 40 grados de fiebre, pero los últimos están narrados desde los 37.5 y en él último párrafo, cuando empieza la tormenta de mierda, ya no hay fiebre. Eso lo dediqué a los lectores. 

    Toberto Bolaño (Chile)


    Una novelita lumpen (fragmento)

    Toda escritura es una marranada.
    Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier
    cosa que pasa por su cabeza, son unos cerdos. Todos los escritores son unos cerdos.
    Especialmente los de ahora.

    Antonin Artaud

    Uno
    Ahora soy una madre y también una mujer casada, pero no hace mucho fui una delincuente. Mi hermano y yo
    nos habíamos quedado huérfanos. Eso de alguna manera lo justificaba todo. No teníamos a nadie. Y todo había sucedido de la noche a la mañana.

    Nuestros padres murieron en un accidente automovilístico durante las primeras vacaciones que hicieron solos, en una carretera cercana a Nápoles, creo, o en otra horrible carretera del sur. Nuestro coche era un Fiat amarillo, de segunda mano, pero que parecía nuevo. De él sólo quedó un amasijo de hierros grises. Cuando lo vi, en el desguazadero de la policía donde había otros coches accidentados, le pregunté a mi hermano por el color.

    -¿No era amarillo?
    Mi hermano dijo que sí, claro que era amarillo, pero eso fue antes. Antes del accidente. Las colisiones deforman el color o deforman nuestra manera de percibir el color. No sé qué quiso decir con eso. Se lo pregunté. Dijo: luz... color... todo. Pensé que el pobre estaba más afectado que yo.
    Esa noche dormimos en un hotel y al día siguiente volvimos a Roma en tren, con lo que quedaba de nuestros padres, y acompañados por una asistente social o una educadora o una psicóloga, no lo sé, mi hermano se lo preguntó y yo no oí la respuesta pues iba mirando el paisaje por la ventana.
    En el entierro sólo apareció una tía, hermana de mi madre, y detrás de mi tía aparecieron sus hijas atroces. Yo miré a mi tía todo el rato (que tampoco fue mucho) y en más de una ocasión creí descubrir una media sonrisa en sus labios, o a veces una sonrisa entera, y entonces supe (aunque en realidad ya lo sabía desde siempre) que mi hermano y yo estábamos solos en este mundo. El entierro fue breve. A la salida del cementerio besamos a nuestra tía y a nuestras primas y ya no las volvimos a ver. Mientras caminábamos a la estación de metro más próxima, le dije a mi hermano que mi tía había sonreído, por no decir que abiertamente se había carcajeado, mientras introducían los ataúdes en sus respectivos nichos. Me contestó que él también se había dado cuenta.
    A partir de ese momento los días cambiaron. Quiero decir, el transcurso de los días. Quiero decir, aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera entre un día y otro. De pronto la noche dejó de existir y todo fue un continuo de sol y luz. Al principio pensé que era debido al cansancio, al shock producido por la repentina desaparición de nuestros padres, pero cuando se lo comenté a mi hermano me dijo que a él le pasaba lo mismo. Sol y luz y explosión de ventanas.
    Llegué a pensar que nos íbamos a morir.
    Pero nuestra vida siguió los parámetros establecidos antes de la muerte de nuestros padres. Todas las mañanas íbamos a la escuela. Hablábamos con aquellos a quienes considerábamos amigos. Estudiábamos, no mucho, pero estudiábamos. La pensión de nuestro padre, tras unos trámites no demasiado complicados, pasó a nuestras manos. Pensamos que nos iba a tocar más y protestamos. Una mañana, delante de un burócrata que trató de explicarnos por qué razón mi padre en vida cobraba equis dinero y tras su muerte a nosotros nos tocaba menos de la mitad, mi hermano de improviso se puso a llorar. Insultó al funcionario y lo tuve que sacar a rastras de la oficina. No es justo, gritaba. Así es la ley, oí que decía el compungido funcionario a mis espaldas.
    Busqué trabajo. Todas las mañanas compraba el periódico y leía en el patio de la escuela la sección de ofertas y subrayaba lo que me interesaba. Por la tarde, después de comer cualquier cosa, salía de casa y no volvía hasta después de haber visitado todas las direcciones. Las ofertas eran mayormente para trabajos de puta, encubiertos o no, pero yo no soy una puta, fui una delincuente, pero no una puta.
    Un día encontré trabajo en una peluquería. Lavaba cabezas. No cortaba, pero me fijaba cómo lo hacían las otras y me preparaba para el futuro. Mi hermano dijo que era estúpido ponerse a trabajar, que con la pensión de orfandad podíamos vivir felizmente. Orfandad, la palabra daba risa. Nos pusimos a sacar cuentas. En efecto, podíamos vivir, pero privándonos de casi todo. Mi hermano dijo que él podía renunciar a tres comidas diarias. Lo miré y no supe si hablaba en serio o en broma.

    -¿Cuántas veces comes al día?
    -Tres. Cuatro.
    -¿Y cuántas veces dices que estás dispuesto a comer en el futuro?
    -Una.

    Al cabo de una semana mi hermano se puso a trabajar en un gimnasio. Por las noches, al volver a casa, hablábamos y hacíamos planes. A mí se me ocurrió soñar con tener mi propia peluquería. Tenía mis razones para pensar que el futuro estaba en las peluquerías pequeñas, en las tiendas de moda pequeñas, en las tiendas de discos pequeñas, en los bares minúsculos y muy selectos. Mi hermano decía que el futuro estaba en la informática, pero puesto que trabajaba en un gimnasio (barría, fregaba suelos y baños), se puso a hacer pesas y todas esas cosas que desarrollan la musculatura.
    Paulatinamente fuimos dejando de lado los estudios. A veces yo no iba al instituto por la mañana (la luz incesante se me hacía insoportable), otras veces era mi hermano el que no iba. A medida que fueron pasando los días ambos nos quedábamos en casa por las mañanas, añorando la escuela pero incapaces de salir a la calle, tomar el autobús, entrar a nuestras respectivas aulas y abrir los libros y cuadernos en donde nada íbamos a aprender.
    Matábamos el tiempo viendo la tele, primero las entrevistas, después los dibujos animados, finalmente los programas matinales con entrevistas y conversaciones y noticias de los famosos. Pero de eso hablaré más tarde. La tele y el video ocupan un lugar importante en esta historia. Aún hoy, cuando enciendo la tele, por la tarde, cuando ya no tengo nada que hacer, me parece ver en la pantalla a la joven delincuente que una vez fui, pero la visión no dura mucho, sólo el tiempo que tarda el aparato en encenderse. En esos segundos, sin embargo, puedo ver los ojos de la persona que yo fui, puedo ver su pelo, sus labios desdeñosos, sus pómulos que parecen fríos y su cuello que también parece de mármol frío y cuya breve visión consigue casi siempre helarme.
    Por aquellos días, debido a su trabajo en el gimnasio, mi hermano adquirió una costumbre curiosa.
    -¿Quieres ver mis progresos? -decía.
    Entonces se sacaba la camisa y me enseñaba los músculos. Aunque hacía frío y ya no teníamos calefacción, se sacaba la camisa o la camiseta y me mostraba unos músculos que tímidamente iban emergiendo de su cuerpo como tumores, protuberancias que nada tenían que ver con él o con la imagen que yo tenía de él, con su cuerpo de adolescente flaco y esmirriado.
    Una vez me dijo que soñaba con ser Mister Roma y luego Mister Italia o el Amo del Universo. Yo me reí en su cara y le expresé francamente mi opinión. Para llegar a ser el Amo del Universo había que entrenarse desde los diez años, le dije. Creía que el culturismo era como el ajedrez. Mi hermano me respondió que así como yo soñaba con tener una minipeluquería, él también tenía derecho a soñar con un futuro mejor. Ésa fue la palabra que empleó: futuro. Fui a la cocina y puse la comida en el fuego. Spaghetti. Luego llevé los platos y cubiertos a la mesa. Siempre pensando. Finalmente le dije que a mí el futuro no me importaba, que se me ocurrían ideas, pero que esas ideas, si lo pensaba bien, nunca se proyectaban hacia el futuro.
    -¿Y hacia dónde, entonces? -chilló mi hermano.
    Hacia ninguna parte.
    Después nos poníamos a ver la tele hasta que nos quedábamos dormidos.
    A eso de las cuatro de la mañana yo solía despertarme con un sobresalto. Me levantaba de mi sillón, retiraba los platos sucios de la mesa, los lavaba, limpiaba la sala, limpiaba la cocina, le echaba otra manta por encima a mi hermano, bajaba el sonido de la tele, me asomaba a la ventana y miraba la calle con su doble hilera de coches estacionados a cada lado, y no podía creer que fuera de noche todavía, que esa incandescencia fuera la noche. Daba lo mismo cerrar los ojos o mantenerlos abiertos.

    Roberto Bolaño (Chile)


    EL OJO SILVA                                                                                        


    Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite


    Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.





    El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
         En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
         No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
         Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero enEl Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
         Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
         Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
         Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
         Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
         Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
         Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.
         Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
         Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
         Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
         En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
         Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
         Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
         Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
         La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
         Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
         Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
         El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
         Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
         No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
         Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
         Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
         En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
         La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
         Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.
         ¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
         Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
         Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
         Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
         En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
         Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
         Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
         Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
         El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
         Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
         Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
         Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
         ¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
         Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
         En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
         Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
         Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
         Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
         Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
         Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar. -